Morocho – Por Santiago Rodas
Un homenaje, un recuerdo. El autor nos cuenta la historia de una ciudad y de un niño. A través de sus ojos y en sus palabras podemos develar nuestra cotidianidad: la vida que va de la tragedia a la resistencia, de la muerte a la lucha por vivir.
Autor: Santiago Rodas
Hay una ventana, y dentro de la ventana se alcanza a ver Medellín recortada al fondo. Es de noche, entonces se ven las luces prendidas de los edificios, las casas y los postes de luz, abajo, en el centro. Estoy en La Loma, la frontera entre la Comuna 13 y la Comuna 60, San Cristóbal, y esta tarde conocí a Aka, un rapero de pañoleta, ropa ancha y candongas de diez centímetros de diámetro que se ríe de cada cosa. Me habla mientras miramos por la ventana y vemos las mismas luces abajo en la ciudad, se escuchan los grillos que cantan con fuerza.
Después de conversar sobre su vida Aka me cuenta de las operaciones militares que se hicieron en la Comuna 13; recuerda nombres: Orión, Mariscal, Contrafuego, Antorcha y otros más. Diez operaciones militares en los últimos diez años: helicópteros tirando bala a todo esto por acá, a la gente, a los animales, a las casitas de madera y de metal; policías y paras aliados, dándose bala con los pelados de plancha a plancha. Aka me habla de su infancia y su adolescencia; era fácil encombarse porque era la única forma de defenderse: primero de la guerrilla, luego de los paras y de los combos. Era un pequeño eslabón en la cadena, bastante débil si se quedaba solo, por eso estaba buscando reunir a unos pelados para ponerlos a rapear, a dibujar y a sembrar como acto de resistencia, o al menos como un gesto de hacer algo, no quedarse quieto.
Aka me dice que él se encarga de todo: se consigue los materiales, eso incluye desde lápices, hojas, los ingredientes para hacer un sancocho, hasta el tiempo para dar clases, de rap y de dibujo. Se reúne con los chicos cada sábado en la tarde, sin patrocinio de la Alcaldía, solo con la ayuda de alguno de sus vecinos y la disposición de los interesados. Frente a la ventana, Aka me invita a que lo acompañe en su siguiente encuentro con sus alumnos: “Mijito, usted que sabe dibujar por qué no sube la otra semana y armamos alguna cosita”.
El sábado subo a La Loma en calidad de profesor de dibujo junto a dos amigos. Allí conozco a los estudiantes de Aka. Son seis. Entre ellos se destaca uno que se ríe de casi todos, se burla porque dibujan mal o porque no saben jugar fútbol, busca cualquier excusa para no dibujar y dice que prefiere escribir. “Lo que a mí me gusta son las canciones de rap; si quiere, más tarde le muestro una que estoy escribiendo”, me dice. Se llama Juan Camilo y le dicen Morocho.
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Subimos a Guadarrama, en el barrio Eduardo Santos de la Comuna 13, por la carretera que va hacia el corregimiento de San Cristóbal. Guadarrama es un puñado de casas, que se descuelgan por la montaña. Vamos a grabar un video para Semillas del futuro, el grupo del que hace parte Morocho, que en ese momento es uno más, un niño de doce años al que le gusta el rap y que sigue las enseñanzas de Aka: “El hip hop es calle, pero no se puede olvidar que debajo de la calle hay tierra, por eso nosotros hacemos hip hop agrario”. De ahí el nombre.
Es el año 2012 y el video que vamos hacer junto a Isabel y Lucas Perro se llama La casa oscura, que cuenta, con algunas metáforas, lo que sucedió con los paramilitares y las formas cómo descuartizaban gente para desaparecerla, en medio de las operaciones militares Orión y Mariscal. Todo esto en el patio del caserío donde vamos a grabar. En el ambiente se respira algo pesado, un olor a guardado se apodera de todos los espacios, incluso de los que quedan en exteriores. Mientras hacemos el video nos tranquilizamos, nos reímos con las equivocaciones de cada uno de los chicos y yo me fijo en la risa especial de Morocho, que se burla de todos por cada cosa que les sale mal. Esa tarde nos vamos con todas las tomas listas, solo falta la edición.
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A Ofelia, su mamá, le dijeron que lo buscaban porque había un trabajo más arriba para cargar arena. Él lo había hecho muchas veces, cargaba material de construcción con su amigo Juan Pablo: arena, ladrillos, hasta varillas, lo que fuera, para ganarse unos pesos. Pero esta vez Ofelia desconfió y dijo que él no estaba. Minutos después se asomó a la calle y vio que cuatro jóvenes rodeaban a su hijo y lo jalaban de la ropa. Fue hasta donde estaban y lo defendió, preguntó qué pasaba con su hijo y le respondieron que el patrón necesitaba hablar con él y ella les contesto que él no tenía nada que hablar con el patrón, para eso estaba ella.
En la noche llamó a su hijo para que se entrara, le dijo que tenía miedo. Estaba tarde ya, pero él dijo que iba en un momentico. “Esos manes qué me van a hacer”, respondió, estaba con un amigo y le insistió a la mamá que los dejara tranquilos.
Cuando ya el muchacho se disponía a entrar a la casa, Ofelia escuchó como una papeleta y luego el grito de su sobrina: “¡Tía, tía, mataron a Morocho!”. Cuando llegó vio a su hijo tirado en el suelo, rodeado de algunos de sus amigos. Un primo lo cargó en hombros y en un taxi lo llevaron a la Unidad Intermedia de San Javier, allí lo estabilizaron, pero le advirtieron a su madre que si sobrevivía, lo que ya era bastante difícil, lo más probable era que quedara parapléjico. Había recibido siete puñaladas en la espalda y dos balazos, uno le salió por el cachete y otro por la cabeza. Lo trasladaron a la Clínica León XIII donde lo conectaron a una máquina que respiraba por él. Lo hospitalizaron dos días.
Fui a visitarlo en la tarde y lo vi ahí con las uñas largas y sucias, lleno de gasas y vendajes. Ofelia y su hermana estaban en la habitación y hablaban entre ellas, les parecí alguien extraño. El pelo largo y la barba, tal vez. Me apresuré torpemente a preguntar cómo estaba, ellas respondieron que mal, por responder cualquier cosa y yo, para revelar quién era, dije que era su amigo, su profesor de dibujo. “Ah”, dijeron ellas al unísono como haciéndome saber que no importaba lo que yo fuera y empezaron a sobarlo, y a decirle palabras de aliento. “Gracias por venir”, me dijo su hermana; asentí con la cabeza y salí del hospital. Afuera estaban familiares y algunos de amigos de Morocho, los saludé y los acompañé un rato.
Esa misma noche, a las cuatro de la mañana, me llamó Aka a darme la noticia de la muerte y, aunque me había hecho a la idea de que era lo mejor para él, me quedé frío. Morocho solo contó catorce años en su vida. Pensé en quién era yo esa edad.
A Ofelia la llamaron para que donara los órganos de Juan Camilo. Ella recordó que Morocho era muy amable con todo el mundo y por eso le dijo al doctor que sí, pero con la condición de que no le sacaran los ojos, no quería que su mirada quedara vacía, quería que cuando ella lo viera en el entierro todavía pudiera ver sus ojos.
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Llego al cementerio de San Javier donde van a sepultar a Morocho. Dos buses de turismo dejan salir un barrio entero que se agolpa en la entrada: unos fuman y toman tinto, otros se recuestan en las paredes blancas del cementerio y toman aguardiente y escuchan rap en bafles con usb, otros se miran y se quedan callados mientras en la entrada los trabajadores de la funeraria reparten volantes con el nombre de Juan Camilo Giraldo y el logo de la funeraria La Esperanza.
Entramos por las escaleras que van a las bóvedas donde está la fosa. Sus amigos más cercanos llevan el ataúd, entre los cinco no suman más de sesenta años, lloran en cada una de las escalas, igual que los familiares que ven la escena desde las partes más altas. Hay música, canciones de rap de músicos locales: Escalones, Aka, Laberinto en las calles, que hablan exactamente de lo que está pasando; amigos que se van, porque se los han tragado las balas, porque han pasado por una calle que no era, porque se metieron con la novia de uno que estaba encombado, porque sí, porque no, porque tampoco, porque se robaron una plata de un bus, porque las señoras del barrio dijeron que esto o lo otro.
Las escaleras se hacen eternas, Morocho de catorce años va dentro del ataúd, sus amigos lloran, se ven algunos fotógrafos de periódicos con sus lentes grandes, captando las imágenes que van a aparecer junto a titulares como: “La cultura de la 13 otra vez silenciada”, “Rapero de la Comuna 13 abaleado en circunstancias que aún se desconocen”, “Asesinado con arma de fuego joven de 14 años que pertenecía a un colectivo de la Comuna 13”.
Un hombre de overol caqui fuma mientras organiza el nicho. Bien podría ser el jardinero y al parecer cumple con las dos funciones en el cementerio: es también el sepulturero. Los amigos de Morocho llevan el ataúd hasta la fosa y lo depositan allí… (puede que no sea esa palabra, ¿pero cuál podría ser?, porque no lo meten ahí, lo dejan como algo que no se quiere dejar ir).
El sepulturero pone la tapa de la lápida y la revoca con cemento, con la rapidez, los gestos y la eficacia de quien no necesita pensar para hacer. Escucho que una mujer llora y grita: “Morocho, no te vas sin despedirte, no te vas”. Y uno de sus amigos: “Juan Camilo no se vaya, venga que nos falta la última canción”. Y luego un aplauso general, como después de presenciar una gran obra, un buen concierto de rap.
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Me encuentro con la mamá de Morocho en el Metro, me reconoce y me pregunta que si yo era el muchacho que había ido a visitarlo el otro día en el hospital; le digo que sí, que yo era su profesor de dibujo, que lo había llevado al Parque Explora y a una caminada al Salado, en Envigado. Ella me dice que se acuerda, pero que Juan Camilo era muy callado, que casi no le contaba nada. Le cuento que incluso en la caminada con Juan Pablo y con Alexis, se encontraron un celular en el río, debajo de unas piedras, se lo llevaron para su casa, lo secaron y funcionó. Hablamos un rato más hasta que me dice que Juan Camilo sabía que se iba a morir, “uno presiente esas cosas”, dice. Una semana antes de su fin, Juan Camilo se había acostado en la cama y se había cruzado las manos, así como un vampiro, y le había dicho a su hermanita que le sacara una foto así, y ella lo hizo; cuando la vieron Morocho le dijo: “Hasta muerto me veo bonito”.
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Estoy en el Eslabón, bailo salsa sin problema, a Morocho lo mataron hace tres meses, parece que ya tengo algo de cicatriz; he llorado unos días sí, otros no. Hablo con un amigo de mi novia sobre alguien que se acaba de suicidar. Contamos de los suicidas que hemos conocido, los del colegio y los más recientes. En mi caso pocos y no tan cercanos. La conversación llega, inevitablemente, a Morocho y mientras suena una canción de Ismael Rivera me pongo a llorar, ahí, delante de todos. Debo salir a tomar aire, no quiero llorar, pero las lágrimas se me salen; me siento infantil, frágil, estoy incontenible. Lloro un rato mientras veo a unos punkeros que me miran. Trato de reponerme y me tomo una cerveza de un golpe. Entro al bar, pido disculpas y me siento. Tomo un rato más y recuerdo unos versos de Juarroz que aprendí de memoria: “A veces me parece / que estamos en el centro / de la fiesta / sin embargo / en el centro de la fiesta / no hay nadie / en el centro de la fiesta / está el vacío / pero en el centro del vacío / hay otra fiesta”. Y sigo llorando hasta que me monto en un taxi y me largo de ahí.
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Dos días después de la muerte de Morocho escribí este poema:
12 de enero
A Morocho
En la tarde te buscarán y no estarás
te buscarán en la noche, irán por ti
te darán un balazo en la cabeza, correrás con tres puñaladas en la espalda
te recogerá un primo y te llevará a un centro de salud,
dirán que estás vivo
dirán que estás muerto, que no hay esperanza
luego dirán que estás vivo.
Te enviarán al hospital
perderás la mitad del cerebro, podrías quedar cuadripléjico.
En el hospital
te encontraré con una máquina que respira por ti
tu abuela le preguntará a tu tía ¿quién es él?
tu tía dirá, un amigo, algo así,
y te limpiará los ojos, te preguntará con una voz media si tienes dolor.
Me quedaré solo, contigo, te miraré y lloraré un poco
y pensaré que todo es tan natural, los médicos, los porteros, los enfermos.
Como un juego, igual que un juego.
Tienes catorce años y estarás en una cama luchando contra todo.
Me iré caminando por el pasillo imaginándome en tu lugar,
¿qué estarás sintiendo?
seguramente nada, o menos que nada.
Saldré a la calle y encontraré a tus familiares
esperándote,
dándote fuerzas.
A las cuatro y veinte de la mañana recibiré una llamada con la noticia de tu muerte
me dará rabia, impotencia, lloraré de a pocos durante todo el día.
Iré a tu entierro, veré dos buses repletos de gente
tu familia, tus amigos, tus conocidos, la policía, y algunos fotógrafos de periódicos,
estarán presentes.
Gente bien vestida entregará volantes con tu nombre
tus amigos llorarán.
Los de diez igual que los de quince,
habrá música, te pondrán rap, te dedicarán canciones tristes.
Miraré el ataúd blanco entrar en la fosa
igual que un cuchillo en mi estómago
y tu tía te gritará que no te puedes quedar ahí
que tienes que seguir
pero el sepulturero hará su trabajo como casi todos los días.
Te darán un aplauso fuerte
el más sincero que yo haya escuchado
y todos se irán despacio, como si nunca se fueran del todo
y se despedirán
y yo me despediré pensando que
algún día nos vamos a encontrar y te leeré esto y te reirás
o nos reiremos de alguien más
pero con seguridad,
con toda la seguridad del mundo,
nos reiremos de nosotros mismos.
***
Me encuentro con Ofelia en la sede del Colectivo Morada dos años después del entierro, la saludo y me presento, parece no reconocerme. Una mujer que está a su lado me ofrece un desayuno: una arepa con mantequilla, buñuelo y chocolate. “En la tarde tenemos un evento”, me explica. Acepto, y mientras como le hablo de Juan Camilo y le cuento de mi relación con él y de esta entrevista.
Le pregunto primero por su vida. Ofelia nació en Sonsón, Antioquia, luego fue a vivir a la Costa y después a La Danta. Ahí su hija conoció al Negro, el padre de Juan Camilo. A los cuatro meses de haber nacido, su hija lo llevó a la casa y le dijo que ella no iba a tener ese niño. Ofelia sería abuela y mamá al mismo tiempo. Luego de todo su trasegar se fue a vivir a Bogotá y después vino a Medellín, a El Salado en la Comuna 13 y luego a Guadarrama. Allá vivió toda su vida Morocho. Me dice que a su segundo esposo lo desaparecieron, también ahí, en Guadarrama, pero no me explica en qué circunstancias.
Morocho conoció a Aka en el 2010. Un día Aka hizo una chocolatada e invitó a los niños del barrio para hablarles de lo que pensaba hacer: un colectivo de siembra y rap. A ella le dio desconfianza un hombre de ropa ancha, aretas grandes y unas gafas de snowboarding encima de su pañoleta, bajo este sol del trópico. Pensó que lo que iba a hacer su hijo era fumar marihuana y perder el tiempo, pero descubrió que debajo de toda la ropa ancha y las gafas había un muchacho en el que podía confiar, el Aka. Pero de verdad, me dice, vino a confiar en él plenamente cuando mataron a Morocho: “Fue el único que me acompañó durante todo el tiempo, ahí vi que verdaderamente Aka era una muy buena persona, excelente”.
Desde que tenía diez años a Morocho le gustaba trabajar, su fuerte no era el estudio. Cargaba arena y ladrillos, y hacía mandados para ganarse unos pesos y comprarse las cosas que le gustaban, sobre todo ropa. Tenía un sueño, quería ser piloto. Ofelia me dice que le insistía para que estudiara, para que pudiera ser piloto, pero él prefería trabajar.
Había empezado a fumar marihuana con su amigo Juan Pablo y empezó a ser estigmatizado por eso. Los vecinos empezaron a achacarle todo lo que pasaba en el barrio, pese a que él andaba siempre con muchos más amigos. “Vea Ofelia, a Morocho lo vieron tirándole piedra a los carros”, y después, “cómo le parece que Morocho estaba haciendo tal y tal cosa por allá”. Y otros: “Es que están fumando por allá por la cañada”.
Ofelia escuchó tres versiones del porqué de la muerte de su hijo. La primera lo señalaba de ser el ladrón de doscientos mil pesos de un bus, la segunda era que una cuñada y un sobrino que está en la cárcel lo tenían vendiendo drogas en el barrio, y la tercera se basaba en el hecho de que él cuando estaba estudiando se ennovió con la novia de uno de los muchachos de un combo, por esto último ella lo sacó del colegio. Pero ninguna versión era clara. Ofelia considera que la más probable es la segunda, pues desmiente la primera y la tercera había sido uno o dos años antes.
A Morocho le daba miedo la oscuridad, dormía, hasta unos meses antes de su muerte, con su madre, desde recién nacido. Le decía de noche y a oscuras: “Mamá, abráceme que tengo miedo”, y ella le respondía, “pero mire que no hay nada”, y él le decía: “No importa, abráceme”. Ofelia me cuenta que a los hombres que mataron a Morocho los capturaron y los condenaron a muchos años de cárcel, le dijeron que la policía había infiltrado a alguien en el combo y por eso los habían encontrado. Al parecer uno de los policías se había enamorado de una de sus hijas y por eso la mantenía informada.
Ofelia me confiesa que leyó el poema que le escribí a Morocho, lo vio en el Facebook de alguien que lo compartió. Ese día se puso a llorar: “El que le hizo este poema lo conoció bien, el que le hizo ese poema lo hizo bien, porque lo que dice es la verdad: porque él era muy risueño, era muy recochero, él no era sino risas con todo el mundo”. Terminamos la entrevista y apago la grabadora. Entonces me pregunta: “¿Ustedes me pueden ayudar a testificar?, porque me han dicho que yo puedo cobrar una pensión por la muerte de él”. Le respondo que sí, que en lo que pueda ayudar, estoy dispuesto.
Morocho dejó una canción inconclusa. Ofelia la tuvo en sus manos, pero dice que en el entierro se la entregó a Aka. Le pregunté al Aka pero me dijo que él no la tenía, ni sabía quién pudiera tenerla. Me gustaría leerla. Imagino que podría ser una canción sobre su barrio y los problemas por los que estaba pasando, o quizás sería de su sueño de ser piloto, o tal vez sobre lo que significaban para él el rap y sus amigos… o una canción dedicada a su madre Ofelia, agradecido por todo lo que le había dado. En todo caso, una canción incompleta, trunca, como su vida.