Control Remoto: Breves apuntes sobre arte, grafiti y control del espacio público en Medellín
El espacio público es un territorio en disputa. Una disputa que se expresa de una manera estética y moldea las formas en cómo lucen las calles de una ciudad. Esta lucha entre lo formal y lo informal, lo legal y lo ilegal, lo permitido y lo que no lo es; termina por definir unas prácticas urbanas particulares que inciden directamente en las formas en cómo entiende la ciudad sus concepciones de espacio, lugar, sitio, territorio. Además de las tramas de dinero, de poder y de lo “útil”, hay muchas más formas de asumir los espacios urbanos, de interpelarlos, de habitarlos y de intervenirlos.
El arte en el espacio público en Medellín ha sido históricamente propuesto por entes estatales y pactado para ser realizado por artistas reconocidos dentro de la “esfera cultural” de la ciudad. En Medellín, muralistas como Pedro Nel Gómez y escultores como Fernando Botero, y más recientemente Fredy Alzate, trabajaron mancomunadamente con el estado para llevar sus obras a los espacios públicos. Estos elementos que irrumpieron el paisaje urbano, y que estuvieron mediados por las formas estatales de producción, fueron adoptados por los habitantes como maneras en cómo desde la institución se podía “mejorar” el espacio urbano con propuestas que llenan la ciudad de “arte y cultura”. Aquí las prácticas en los espacios eran permitidas pues tenían una base en el discurso institucional y fueron funcionales para definir los espacios públicos a partir de murales, pinturas y esculturas. Sin embargo; las demás prácticas que no estaban cobijadas por el velo de lo institucional simplemente se dejaban a un margen y en la mayoría de los casos, por no obedecer a los criterios estatales de “belleza, cultura, arte” fueron borrados y sustituidos por gris basalto. En el texto Arte público y ciudad, Villada expresa que:
En la ciudad contemporánea, la obra de arte público evidencia su pérdida de autonomía, una ruptura con las lógicas del monumento y el espectáculo, en un proceso de consolidación estética que enriquece el paisaje urbano, permitiendo la movilización de sentidos y fortaleciendo niveles expresivos, que establecen la comunión entre el mundo cotidiano y las determinantes de una política ciudadana que, a su vez, democratiza el acceso a la obra de arte, la apropiación de un espacio que tiene que ser asumido “como una entidad, como un imaginario social y cultural, como un referente obligado para el devenir del ciudadano”, el cual propicia y presencia una interlocución entre las percepciones individuales de la ciudad, las proyecciones colectivas y las transferencias latentes en cada obra a partir de las experiencias del artista. (Villada, 2003)
El grafiti y el muralismo son prácticas urbanas que han cobrado una vigencia relevante en la ciudad en los últimos años, pues, en la medida en que más personas asumen esta práctica como una forma de habitar la ciudad, se generan nuevos espacios para la intervención tanto desde el punto de vista ilegal como desde el estatal. Se puede establecer que el grafiti en su devenir contextual lleva más de 30 años de intervenciones en la ciudad. Hay registros y archivos que se remontan a los años ochenta y sobretodo a los noventa, con altibajos de intervenciones en los espacios públicos; además, por el contexto de la guerra urbana que vivió Medellín en esta época, el grafiti como otras prácticas en espacios públicos fueron silenciados. Sin embargo, en 2004 varios colectivos surgen en la ciudad y constituyen la generación de nuevos artistas y grafiteros que inundan las calles con sus propuestas hasta hoy. (Jaramillo, 2013)
A la luz de los recientes acontecimientos ocurridos el 21 de Julio de 2018 en las vías del Metro, los medios publicaron titulares como: “¿Quiénes eran los grafiteros que murieron en el Metro de Medellín?”, Semana, “Grafiteros que murieron en Metro de Medellín eran famosos en Bogotá” El Tiempo, “Identifican a los tres grafiteros que murieron en el Metro de Medellín” El Colombiano. La palabra grafiti, contrario a lo que pasaba hasta hace un par de décadas, ahora está en el dominio público y se escucha en el habla cotidiana de los habitantes de la ciudad. Aparece en los medios de comunicación como prensa y televisión y, se identifica fácilmente a la práctica a la que refiere. Esta exposición social se debe tanto al incremento de los practicantes de grafiti, a las formas de conectividad de internet y los medios de comunicación y también a cómo las alcaldías de los años más recientes asumen el grafiti como un “estilo de vida” y a su vez, fomentan la “práctica responsable” de los usos del espacio público.
Antes de la instauración del código de policía en el 2017, el grafiti en la ciudad de Medellín tenía una especie de “curadores” en diferentes niveles, quienes permitían o no el uso de los espacios y las superficies: las instituciones estatales, los propietarios de los muros privados, la policía, los grafiteros y muralistas, los paramilitares y las bandas al margen de la ley. Esta “curaduría” tan heterogénea se ejercía, a su vez, de diferentes maneras; desde la imposición del poder autoritario que impedía la práctica, hasta las formas en que se estandarizaba la rúbrica de evaluación de una beca en arte público: “valioso, pertinente, poético”. Cabe añadir que el grafiti, en su devenir histórico en el contexto de Medellín, dentro del caudal de la práctica iniciada a finales de los años 70 en Nueva York, se muestra en contravía de lo estatal, pues se apropia, sin pedir permiso, a través de la pintura, de todo tipo de espacios públicos y privados, como vagones del Metro, buses, casas, iglesias, vallas con publicidad, empresas. Estos curadores urbanos proceden de un modo similar al de un curador de algún museo, esto es, que evalúan, ponderan, permiten y niegan la presencia de la pintura en algún espacio de la ciudad, es decir, son, en últimas, los que regulan el uso de los espacios que se intervienen con grafiti. Pero esta regulación no es solo estatal, pues los habitantes se toman sus propios espacios y regulan, bajo su propio criterio, el destino estético de dichos lugares. En el texto Arte y espacio público, intervenciones en Bogotá 2012-2015, Oscar Ardila plantea que:
El arte en el espacio público tiene que ver con algo más que sólo el grafiti o el llamado «muralismo»; va más allá de ser un escenario conmemorativo patrimonial representado por monumentos como bustos y estatuas; y está lejos de ser solamente el instrumento de configuración de mobiliario y conmemoración planeado por expertos en urbanismo. Arte en el espacio público tiene que ver con la consolidación de significantes que representan verdaderamente a una colectividad, a un barrio o a una región en el presente. Estos significantes no se proyectan únicamente a partir de políticas oficiales ni de criterios patrimoniales, legales o técnicos, sino que involucran además la participación de los agentes creativos, como los artistas, y también a quienes representan, ya sea a una comunidad o a los ciudadanos. (Ardilla, 2015)
Hasta la aprobación del Código Nacional de Policía, el grafiti no estaba regulado específicamente dentro del marco legal (solo estaba prohibido de manera tácita y se reglamentaba a partir de leyes mucho más generales sobre el uso del espacio público) y la apropiación de los lugares por parte de los habitantes estaba en un limbo entre lo legal y lo ilegal. La policía como ente regulador es quién decide en últimas lo que pasa en tanto a intervenciones en espacio público se refiere. Los policías son los que permiten la realización de la práctica según su criterio “artístico”. Este criterio, previo al código, perseguía a los que intervinieran los espacios con letras o con firmas y en menor medida a los que realizaran una pintura mucho más figurativa. Los retratos de indígenas, los animales, las plantas, son, en su mayoría, imágenes que se permiten en los muros, pues como varias veces he escuchado decir a los agentes: “eso sí es arte”. Si se hace una lectura determinista de los hechos, podría decirse que el arte por sí mismo es permitido y no “esas rayas o letras que no se entienden, que no son arte” el arte, es visto aquí, en este contexto, como algo que tiene casi siempre un fin pedagógico, representativo y que puede ser comprensible, en tanto tenga un “mensaje” o exprese algo “bello”. La figura del curador no dista mucho de esta idea de la policía en este contexto, pues en diferentes ocasiones, personas cercanas al mundo del arte urbano, me explican que a los policías hay que “demostrarles” que lo que hacen en los muros es arte. El arte expresado como un bien útil y deseable, algo que se permite en las calles porque se valida por sí mismo. Y por lo tanto es permitido. Lo que dista de la concepción policiaca del arte urbano no podrá ser, al menos no de una manera legal, pues el juicio de los agentes es el que determina las imágenes que pueden o no pueden fijarse en los muros. Por lo tanto, las letras y las firmas, aparecen casi siempre en la noche, a la vista de muy pocos, en un descuido de la policía y el control institucional. Los grafiteros más rápidos, a quienes no les interesa mediar, simplemente se rigen por sus propias normas y buscan las horas más solitarias para accionar sus aerosoles, siempre al filo de la navaja de lo que pueda ocurrir. Mientras más ilegal, mejor. Reza la premisa, heredada por los escritores de los trenes de Nuevayork en los años 80.
“Los retratos de indígenas, los animales, las plantas, son, en su mayoría, imágenes que se permiten en los muros, pues como varias veces he escuchado decir a los agentes: ‘eso sí es arte'».
En el artículo del Código nacional de policía respecto a la intervención en espacio público dice: “Comportamientos contrarios al cuidado e integridad del espacio público, en el punto 9. Escribir o fijar en lugar público o abierto al público, postes, fachadas, antejardines, muros, paredes, elementos físicos naturales, tales como piedras y troncos de árbol, de propiedades públicas o privadas, leyendas, dibujos, grafitis, sin el debido permiso, cuando éste se requiera o incumpliendo la normatividad vigente.” Es decir, con esto se busca reglamentar los espacios, los usos y las prácticas; pues para intervenirlos se requiere un permiso que se tramita a través de la alcaldía. De lo contrario, si una persona es sorprendida cuando interviene un espacio sin el permiso requerido, será multada. Bajo esta perspectiva, el uso de los espacios pasa a estar definido por un grupo designado por la Alcaldía, que controla qué se puede pintar, cuáles son los espacios permitidos y, en últimas, cuál es el “contenido” que puede expresar la pintura en los lugares públicos. Bajo esta perspectiva, y con las nuevas leyes, los escritores de grafiti y los muralistas, se enfrentan ante una disyuntiva: o siguen el conducto regular y solicitan el permiso que puede tardar meses en ser tramitado y aprobado bajo una rúbrica que evalúa su “técnica y contenido”, o asumen el riesgo y pintan sin ningún permiso; es decir, bajo sus propias reglas, sus temas y sus técnicas. Esto funciona para los lugares públicos, como puentes, culatas, bordes de la calle, etc. Pero lo anterior no es tan simple, no solo se encuentran dos puntos contrarios: entre lo legal y lo ilegal existe una zona gris y blanda, en la que la ley, las instituciones y los mismos grafiteros transitan como en una arena movediza.
El control de los espacios se puede observar bajo diferentes perspectivas. El grafiti es una práctica espontánea que abarca tanto una firma hecha con un aerosol en la noche, como una pintura de gran formato que puede tardar varios días en su producción; por lo tanto, es difícil construir una definición que abarque totalmente esta expresión. En este sentido se pueden establecer varias categorías de control del espacio público a partir de los agentes, tanto reguladores como creadores; sin embargo, el corto espacio de este texto no permite adentrarse en dicha clasificación. Cabe anotar, pues, que los creadores también autorregulan su práctica, pues no se debaten solo entre lo legal y lo ilegal, sino también en las maneras en cómo intervienen estas subjetividades que se autocontrolan y controlan el “contenido” de sus expresiones. Douglas García en su texto Visible Devenir aclara que:
Estamos ante la presencia de espacios vacíos, un vacío casi foucauliano, donde el artista vive en una distancia imaginaria, o encerrados en su propia distancia donde la deriva del arte comprometido vive una especie de autarquía porque aunque no quiera depende del otro (esfera pública) que lo legitime, es por ello que es fácil que el arte sea asimilado. En todo caso, la legitimación del arte se ha complacido en ser parte de una política cultural que lo ha domesticado, gracias a unos museos e instituciones culturales que lo malcría, y donde la rebeldía se hace inofensiva (García, 2015)
Para finalizar este texto cabe aclarar que las formas de regulación de los espacios pasan por la intermediación del estado con sus restricciones y sus estímulos económicos traducidos en becas y convocatorias, por la policía, por las bandas al margen de la ley, pero también por los practicantes de grafiti y muralismo. La regulación se impone por medio del poder, expresada en la hegemonía estética de las ciudades y su ideario aséptico, pero ese poder también se expresa en una especie de “microfísica del poder” (Foucault 1980) en el que el artista se autoregula por la presión que ejerce su propio imaginario de la esfera pública, por tanto, los contenidos y temáticas que su obra ofrece, muchas veces se parecen al lenguaje institucionalizado. Es común ver en los muros de la ciudad imágenes de indígenas con su marca distintiva de “buen salvaje”, animales de fauna local o exótica, y frases inspiradoras como: “cuidemos el agua”, “salvemos el planeta”. Si bien estas apuestas pueden venir desde la independencia y de una intención de cambio; su validación desde el “arte comprometido” se ve coptado, pues terminan siendo asimilados y equiparados con lenguajes institucionales, y en gran medida hasta resaltan inofensivos y se vuelven paisaje domesticado; contrario a lo que pasaría si en el espacio público se representa a través del grafiti o el muralismo un desnudo, o la imagen de algún narcotraficante. Por lo tanto, la regulación del espacio por parte de los mismos practicantes de grafiti también está en pugna, en tensión.
La ciudad y la estética, devela, con claridad esta lucha: la establece, la estimula y la proyecta, solo basta detenerse un momento en la calle y mirar hacia las paredes para percatarse de ello.
Arte y espacio público. Fernando Pertuz, 2010 https://esferapublica.org/nfblog/arte-y-espacio-publico/
Arte y Espacio público. Oscar García Cuentas, 2010 revistas.utp.edu.co/index.php/chumanas/article/view/885/461
Microfísica del poder. Michael Focucault, 1980 http://www.pensamientopenal.com.ar/system/files/2014/12/doctrina39453.pdf
Arte en el espacio público: territorio, significantes y colectividad, 2015. Oscar Ardila, en Arte y espacio público, intervenciones en Bogotá 2012-2015.
¿»Entrar» o «salir» de la violencia?: Construcción del sentido de lo joven en Medellín desde el graffiti, el hip-hop y la violencia. Juan Diego Jaramillo, 2013.
Visible devenir, Douglas García, Citado por Paul Rosero, 2011 http://paulrosero.com/index.php/portfolio/curaduria-fotografia-a-cielo-abierto/
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