Volver a lo común o de si es posible sub-vertir ciertas ideas e imaginarios
“Los Caracoles serán como puertas para entrarse a las comunidades y para que las comunidades salgan; como ventanas para vernos dentro y para que veamos fuera; como bocinas para sacar lejos nuestra palabra y para escuchar la del que lejos está. Pero, sobre todo, para recordarnos que debemos velar y estar pendientes de la cabalidad de los mundos que pueblan el mundo” Subcomandante Marcos, 2003
El proyecto de los caracoles, del movimiento indígena zapatista, constituye uno de los aportes más creativos a los procesos de resistencia en América Latina y el Caribe, al pensamiento crítico y al abordaje del poder y la organización social autónoma. El caracol puede simbolizar muchas cosas. Para algunos representa el corazón, para otros, su espiral representa lo cíclico del tiempo. Si se le mira, de otra forma, puede servir para convocar y para llamar a otros, a la manera de un altavoz.
Para el historiador Jérôme Baschet, el caracol representa la forma del corazón, donde se entra y se sale para ir al mundo. El origen del universo/el sonido primario.
La fecundidad/los vientos/el dios de la lluvia. Lo inefable/el centro del afecto/ la luna. Todo eso puede representar un caracol e incluso, como Steve Turre, hacer música con ellos.
¿Qué puede significar una caracol que se ofrece con las manos? En un ejercicio de observación, que asumo como licencia poética, esta imagen convoca a la pregunta por lo común, eso que sólo puede forjarse con y junto a otros, para el encuentro.
El caracol, entonces, evoca a lo común.
Su apuesta implica pensar en formas no depredatorias de relacionarnos, entre los seres humanos y con la naturaleza. También invita a explorar alternativas, como imperativo ético-político que nos devuelvan a la pregunta por el territorio, como espacio-tiempo-vital y por la apuesta de lo colectivo. En un mundo donde se antepone la propiedad privada, y tanto el trabajo como la tierra son reconvertidos en “recursos” (recurso humano, recurso natural) se hace necesario “darle la vuelta”, al orden de cosas instituido, para determinar qué vamos a hacer con todo lo que hemos heredado en conjunto y qué vamos a transferir, es decir, qué vamos a hacer con la cultura; más allá de las leyes del mercado y de la fiebre de quien detenta el poder de turno.
Para entender esta disertación, que hasta el momento se ha elaborado como una abstracción, invito al lector a pensar en Medellín, una ciudad que ha sufrido grandes transformaciones. De pueblo grande, a principios del siglo XX, donde se produce un gran crecimiento poblacional y espacial, por la primera oleada migratoria y el crecimiento natural, se pasa en los años que van, desde los sesenta a los setenta, a la primera colonización urbana, donde una nueva migración densifica el territorio, lo que genera una explosividad demográfica, y se produce un proceso de industrialización que coincide con la exacerbación de la violencia, así como de diversas expresiones de la geografía de la guerra.
Esta situación conduce a nuevos desafíos y problemáticas, pero la institucionalidad de ese entonces, que gobierna desde la capital con un poder fragmentado, no puede o no tiene una capacidad de respuesta satisfactoria, ante la complejidad social y política que se le presenta. Esta situación deriva en nuevas dinámicas, movimientos y organizaciones sociales, así como en usos socioespaciales, que plantean acciones reivindicativas al Estado colombiano.
Los ochenta son sin duda una época muy dolorosa en Medellín, por el auge del narcotráfico y, en consecuencia, se producen fenómenos como la muerte violenta y la inseguridad, que desembocan en sentimientos de desconfianza, desesperanza y resentimiento social. Esto cimenta una sensación de vacío y de interrogantes, que destruye sociabilidades, tejidos y comunalidades. Por otro lado, la ciudad se segrega, se segmenta y se niega el derecho a ella, puesto que el territorio es disputado por diversos actores armados que delimitan territorialmente los espacios, y aumenta la proliferación de sitios denominados “peligrosos”, a los que la población no puede acceder, y tampoco transitar.
Nuevamente las respuestas institucionales son frágiles. ¿Por qué? La siguiente elaboración, quizá intente explicar, una entre tantas otras formas posibles de verlo, sobre la insuficiente capacidad e incidencia del Estado. Pero aventurándonos a darle respuesta, se hace necesario revisar las formas de pensamiento, las narrativas y los imaginarios que se construyen y consolidan a lo largo del tiempo.
Quienes toman las decisiones en Medellín a finales del siglo XX optan, por un lado, por defender la “buena imagen” de la ciudad, con apelativos incluso como “la tacita de plata”, al mismo tiempo que se defiende la tradicionalidad del proyecto éticocultural, político y económico que erigen los intelectuales orgánicos de Antioquia (Uribe, 1990).
Quienes deciden qué, por qué y cómo se hace se dedican a construir grandes obras de infraestructura urbana, como la construcción del Metro, la Plaza de Mercado Minorista, el Centro Administrativo la Alpujarra, el Aeropuerto José María Córdova en Rionegro y el Palacio de Exposiciones.
Para la élite sociopolítica esa fue la forma como se iba a recuperar la buena imagen de Medellín (Villa Martínez, 2007, p. 114). Sin embargo, la crisis se profundiza y en la década de los noventa se establecen espacios de diálogo y reflexión colectiva, jalonados de manera protagónica por las organizaciones sociales y los actores de la cooperación internacional, para crear nuevos pactos de ciudad. Esto deriva en hitos sociopolíticos como el Seminario Medellín Alternativas de Futuro de la Consejería Presidencial para Medellín, en cabeza de María Emma Mejía y coordinado por la investigadora María Teresa Uribe, que deriva en el Pacto Social y el Plan Estratégico para Medellín y el Área Metropolitana 1995-2015.
Todos estos espacios constituyeron un escenario de reconocimiento de la ciudad, del despliegue de una gran capacidad reflexiva, así como de grandes procesos de movilización social, que coinciden con la promulgación de la Constitución Política de 1991, la creación del Ministerio de Cultura, la Ley de Reforma Urbana (ley 9 de 1989), la Ley General de Cultura (ley 397 de 1997), el Plan Decenal de Cultura 2001-2010 y la existencia de una política urbana a nivel nacional. Al mismo tiempo que, las primeras elecciones populares de los gobiernos locales y departamentales, desde finales de los años ochenta, con la intención de generar una apertura democrática.
La política cultural de la ciudad está estrechamente relacionada con los procesos reflexivos de los años noventa, donde se plantea la necesidad de construir un proyecto de ciudad diferente ante los fenómenos de la década precedente. Para muchos, las apuestas creativas se presentan como expresiones de resistencia, con el ánimo de agrietar la racionalidad de la guerra urbana y hacer emerger otros mapas cognitivos que superen el proceso de deshumanización que sufre la ciudad.
Las subjetividades políticas emergentes, de entonces, entrañan un re encantar del mundo, para hacer una defensa de la vida, para apostar por lo común. Reencantarse, implica recuperar el sentido de habitar la tierra y la dimensión mítica poética de la existencia (Noguera, 2004, p. 11). Argumento que está en plena conexión con la conciencia de que la vida y los territorios son sagrados. Por otro lado, la resistencia se comprende como una pregunta ético-política y ontológica, que, en este caso, tiene que ver con un proceso de toma de conciencia, una praxis comprometida, donde se asumen tanto las posibilidades como los condicionamientos, para producir una existencia otra, creativa e inventiva, como una línea de fuga. Y esto precisamente, se despliega, como un caracol, de adentro hacia afuera, gracias a la la sensibilidad estética y a las innumerables apuestas creativas de las que dispone la ciudad.
La amplificación del diálogo ciudadano se va consolidando a lo largo del tiempo y finalmente se proyecta en el Plan de Cultura 2011-2020, donde esta se asume como un factor de competitividad, promoción de la equidad y la justicia social, valoración de la diversidad, del territorio, las memorias y el patrimonio, la interculturalidad, la expansión de la ciudadanía y la democracia cultural, a través de los estímulos para la creación y la producción, la participación y el disfrute de la oferta cultural, la recuperación del espacio público como activo cultural, la gestión del conocimiento y un enfoque centrado en el desarrollo humano.
Esta última noción, al igual que otros ropajes teóricos se ponen de moda en aquel tiempo y se instituyeron, como un manto de tranquilidad que arropó buenas intenciones. Sin embargo, hoy, años más tarde, cuando se advierte la debacle que se expresa a manera de “crisis”, desde muchos lugares se empieza a cuestionar la forma del habitar y allí se hace necesario revisar los principios orientadores del Estado moderno, su base epistemológica e indagar en qué consiste a profundidad eso que se ha llamado desarrollo. Lo primero que habría que preguntarse es ¿qué significa esta palabra y para quién? Puesto que no pueden negarse las relaciones implícitas de poder y de subordinación que devienen, por parte de quien lo enuncia.
La invitación a pensar en esto se sitúa en las epistemologías críticas y en el pensamiento social, político y cultural que se construye desde el siglo XIX en América Latina y el Caribe, y donde se pone en necesaria cuestión, la narrativa social moderno/colonial, de la que se desprenden hoy nociones como el progreso nacional, la utilidad pública, el desarrollo, el interés social y la modernización. Pero además, incluye otras palabras de moda como la gobernanza, la eficacia y la eficiencia, la responsabilidad social empresarial, y la innovación.
Este conjunto de nociones se corresponden a ideas profundamente arraigadas en el ADN cultural colombiano y que han condicionado los proyectos de vida en común, que se expresan en la forma de hacer política, en la construcción de las políticas públicas, así como en la administración de sus bienes.
Un conjunto de ideas le han dado forma a una narrativa social, que el hilo histórico del tiempo ha reafirmado y re actualizado en discursos que se asientan en imaginarios políticos y culturales, donde sigue perviviendo la colonia, o más precisamente la colonialidad, y esta condición se proyecta en todos los ámbitos de la vida social, puesto que como afirma Bordieu:
“Cuando vemos a los hombres, no vemos más que hombres estatizados, servidores del Estado, quienes durante toda su vida sirven al Estado y, por lo tanto, durante toda su vida sirven a la contra-natura” (Bordieu, 1993)
En ese sentido, las élites locales, quienes toman las decisiones para dirigir el Estado, se benefician de las protecciones a los derechos de propiedad y del régimen de la acumulación de capital. Esta limitación teórica, epistemológica y ontológica se corresponde con un universo histórico cultural, que deja por fuera otras formas de ser y conocer.
Para darle fundamento a esta idea, se hace necesario contar de manera breve que, las élites criollas independentistas se plantean a comienzos del siglo XIX no sólo como darle un fundamento jurídico-político al Estado, sino además, cómo orientar la vida espiritual de los pueblos (Jaramillo Uribe, 1977, p 15). Las cosas de la cultura, diría Bordieu, que instituye divisiones y jerarquías sociales, en las cosas y en los espíritus, lo que da como resultado, la apariencia de lo natural y en consecuencia se afincan expresiones del “así somos”.
Las élites criollas latinoamericanas contaron con dos grandes corrientes del pensamiento social hegemónico. En la primera de ellas, la idea fuerza es la defensa de la tradición hispano-católica, mientras que la segunda lleva la bandera del salto hacia el progreso de la ciencia y de la técnica.
Estas minorías consistentes, al decir de Norbert Lechner (1978), no copian e imitan modelos y experiencias históricas procedentes de Europa y de Norteamérica, sino que interpretan y recrean aquel texto que se les presenta, a partir de su contexto histórico cultural y existencial. Sin embargo, a pesar de que tales lecturas no se dan en medio de un vacío cultural, sí se toma al pensamiento moderno eurocéntrico como referente modélico de validez universal, para interpretar la propia realidad y para tomarlo como un ejemplo a seguir y alcanzar.
Como resultado, la disputa se dirime a través de las guerras civiles pos independentistas, para consolidar un modelo de Estado-nación oligárquico, que conjuga tradición y progreso, y en el que se excluye, descalifica, objetiva e inferioriza a quienes se consideran por fuera del proyecto ético-cultural. Una forma de pensamiento bidimensional y cartesiana, que reproduce aquello que Boaventura de Sousa Santos (2006) denomina como la violencia matricial de Occidente: el otro como amenaza, recurso y exterior, es decir, que no pertenece, no se reconoce como igual y se le considera inferior.
¿El pasado y el presente que se espejan?
Como seres humanos vivimos en la contradicción, y al parecer nos resulta muy difícil “darle la vuelta” a esa red de creencias que condicionan nuestra forma de conocer, de sentir y de comprender. Sin embargo, desde el pensamiento social crítico se ha invitado a renovar la crítica y a reinventar la emancipación social (Boaventura de Souza Santos, 2006), porque como afirma Arturo Escobar (2018), otra forma de pensar sobre lo posible es posible, lo que implica cambiarse las gafas para ver, de otro modo, o, en otras palabras, se hace necesario establecer una ruptura epistemológica.
En ese sentido, se hace inevitable sub-subvertir aquel imaginario político y cultural que se extiende en toda América Latina, y que llega hasta el valle de la primavera eterna, para expandir las fronteras de la producción, favorecer el régimen de acumulación, ocultar y eliminar la diferencia y afianzar un modelo de civilización. Es decir, todo ese cúmulo de ideas preconcebidas, que derivan en el nomus de la ganancia sea esta privada o no, pero monopolizada.
Bien viene contar que el ideario eurocéntrico ha forjado Estados-nación homogeneizantes, donde se perpetúa la visión de territorialidades y significados excluyentes de los existentes, porque es más propio lo de “afuera”. Estas ideas e imaginarios se afincan en discursos como la eficiencia, que miden la viabilidad o inviabilidad de las economías regionales, así como en otras categorías asociadas como la innovación, la gobernanza, entre otras nociones que se derivan del ideario del Consenso de Washington y se instalan como paradigmas, o más bien, “paradogmas”, en función de la rentabilidad.
El Estado y el mercado, que son para Sarmiento (2004) dos instituciones indisolublemente enlazadas por el proyecto de la modernidad, para proteger los derechos de propiedad y potenciar la acumulación de capital se paran allí y desde allí hacen (o no hacen).
Como el tiempo, ni los acontecimientos son inmutables, desde los años setenta se inicia un capítulo nuevo a nivel global, una nueva ofensiva del capital, como dirían algunos, donde se destruye o reduce al mínimo la injerencia de los Estados y las decisiones vienen apalancadas por las grandes corporaciones. Es así como en las políticas se generan incentivos y exenciones tributarias, reformas legislativas, entre otras políticas, para satisfacer la demanda global y para impulsar la confianza inversionista. Esto en consecuencia implica para el proyecto de vida en común fijar un horizonte ético-político donde se renuncia a la idea de los bienes comunes (conocimientos, territorios, semillas, agua, espectro electromagnético, comunicaciones libres, entre otros) y estos son reconvertidos en “recursos”, para atender los intereses económicos y políticos, que se articulan a diversas escalas globales.
¿Cómo hablar de «desarrollo» sostenible y humano bajo un régimen de acumulación que avanza arrasando en todos los planos de la vida? ¿Cómo amortiguar la debacle, sin salirse del esquema clásico del desarrollo que se basa en el crecimiento permanente? ¿Es de verdad tan difícil generar una ruptura epistemológica?
Los procesos de acumulación y de despojo no se expresan sólo en materialidad, implican además, la expropiación y la mercantilización del conocimiento, las ideas y los patrimonios ancestrales de las culturas tradicionales que hemos heredado.
Por su parte, el sistema de Copyright, beneficia más a las empresas culturales que a la mayoría de los creadores, o se generan apuestas donde crece más el mercado, pero no crecen los artistas, ni las propuestas creativas. Sobre este punto abundan los ejemplos, y en Medellín los tenemos.
Es allí cuando hablamos del peligro para los comunes, por la implantación de monoculturas en nuestra manera de conocer, generar prácticas creativas y concebir la vida y el mundo.
La política cultural en Medellín se gesta en los años noventa, para obtener bienestar, mejorar la calidad de vida, consolidar una cultura de paz y permitir el acceso a bienes y servicios culturales. La creación de la Secretaría de Cultura Ciudadana, el Sistema de Bibliotecas Públicas, el Plan Municipal de Lectura, los apoyos concertados y los estímulos a través de las becas son algunas de las valiosas acciones emprendidas, sin embargo, vale la pena preguntarse si la defensa de ciertas políticas y ciertas economías desde otras orillas de la administración de los bienes, que entran en contradicción con lo que se defiende desde la política cultural, no son en cambio una apología a aquello que Horacio Machado Aráoz (2016) denomina como las necroeconomías y las necropolíticas. Es decir, las economías y las políticas para la muerte, que se pueden evidenciar en los graves problemas de contaminación ambiental por ruido, del aire, la reducida movilidad, así como un detrimento de la seguridad, sin mencionar la profunda brecha de la desigualdad social, en una ciudad que crece para arriba, pero que las laderas espacialmente es tan estrecho y tan pequeño. Este conjunto de problemáticas juntas constituyen la debacle, a la que hoy más que nunca se hace necesario resistir, para poder re-existir de otro modo.
¿La política pública está atrapada en la contradicción? ¿Cómo salir de ella? ¿Cómo poner en ejercicio la duda radical, de la que habla Bordieu, para cuestionar aquello que se nos impone como real?
Escobar invita desde sus planteamientos críticos a desnaturalizar la forma de pensar, de soñar y de ser, para ir más allá del desarrollo, de ese que nos dijeron que era crecer de una manera infinita sin conocer límites biofísicos y a costa de otros. En consecuencia bendijo a unos y maldijo a otros. Y como algunas malas historias que se repiten, crecieron los números, pero se estrecharon los corazones.
Sub-vertir, dar la vuelta, implica un posicionamiento ontológico y epistémico que implica otra forma de ver y de conocer. Esto a su vez responsabiliza a construir apuestas vivas desde los territorios que impliquen un giro en la mirada hacia la reconexión con aquellos flujos vitales, donde se produce y reproduce la vida.
¿Cómo volver a unir los pedazos rotos del sujeto moderno, sujetado a un modelo que le ha dado la espalda a la idea de la comunalidad y des-sujetado a una red de relaciones que lo explican, que lo dotan de capacidades y de disposiciones afectivas? ¿Cómo subvertir aquella condición que ha puesto a los seres humanos en situación de mercado? ¿Cómo reivindicar los bio-saberes de los pueblos que han sido negados? ¿Cómo hacer de la política y de la economía una manera de producir los medios y los modos para sostener la vida? ¿Cómo descentrar al mercado como un ordenador de los horarios, rutinas, deseos y sueños de las personas?
Estas preguntas son del orden semiótico, económico y político, e implican la reivindicación de las horizontalidades fluidas, el cuidado de lo común y la referencia al territorio como espacio-tiempo-vital, por fuera de la gramática del Estado liberal y de su defensa a ultranza de la propiedad privada. ¿Cómo recuperar para la política el tejido del afecto y la lealtad, donde el ser humano recupera su capacidad para sentir y para reaccionar ante la devastación de la vida?
Las huertas comunitarias, los trueques, los licenciamientos libres, los circuitos económicos y solidarios se empiezan a asomar como valiosas apuestas, y desde allí brotan corrientes de la resistencia hecha praxis, donde se reivindica como idea -fuerza la pluridiversalidad. Una palabra potente, que envuelve la necesaria rebeldía, para subvertir lo «uni» y para oponerse a lo que John Law (2004) denomina como el MUM (un-mundo-hecho-de-un-mundo). Es así como lo emergente, silenciado, oprimido, acallado, subalternizado, esclavizado, y racializado, por las dinámicas sociales y políticas constituidas, se revela y cambia necesariamente “al ángel de posición”.
Lo dijeron los zapatistas
«que la casa sea mejor, más grande todavía. Que sea tan grande que en ella quepan no uno, sino muchos mundos, todos, los que ya hay, los que todavía van a nacer«.
El reconocimiento de la pluridiversalidad rememora la idea de Nuestra América de Martí, “donde los árboles se han de poner en fila”, para hacer una defensa por la conservación de los mundos y los horizontes de vida otros, que se oponen a esa idea de «universalidad» abstracta.
Es precisamente allí, cuando podemos verlos, que se empiezan a crear nuevos mundos, co-inspiradores de sentidos que ponen la vida en el centro, para la política y para las economías, para nutrir-el-vivir y hacer que el bienestar de unos, no se constituya en la pobreza de otros, que se expresa en falta de tiempo, y otras formas de la explotación y la opresión, que no vemos a simple vista.
Desde 1918 el Manifiesto de Córdoba reza: “creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución” y hoy, más que nunca, ese llamado irrumpe como un eco para que nos lo creamos, para fomentar las confluencias, al reconocer, crear, expandir y multiplicar los comunizares (Holloway, 2014), la palabra en plural del comunizar, que invita a repensar el campo de lo político, a través de la siembra y el cultivo de opciones concretas en lo local, de las subjetividades otras, que se entretejen desde los afectos, la confianza, la reciprocidad y la cooperación mutua.
Volver a lo común puede representarse, como lo han hecho los zapatistas con un caracol. Como un corazón, que nos invita a entrar y a salir al mundo, pero solo con y junto a otros. Esto es el juntarnos, para encontrarnos, para tejer puntos y anudar.
Aquel sentido y latido recupera la pregunta que se haría Hannah Arendt (1997) sobre el sentido de la política, un cuestionamiento que a su modo de ver, debe ser agresivo, radical y desesperado. Para que puedan darse nuevos comienzos y el despliegue del acontecimiento milagro, espontáneo, improbable e imprevisible, que permitan asegurar la vida y cuidar de la existencia.
La improbabilidad infinita requiere de valientes que puedan ver la luna batir la hierba, al decir de Pessoa, de personas dispuestas afectivamente, para que otro posible sea posible, para que lo impensable sea pensable y al mismo tiempo sea creíble y posible, de tal manera que podamos dar un paso hacia adelante.
Múltiples apuestas nacen, y están por nacer, para irrumpir ontológica, epistémica y políticamente, lo que indudablemente le planteará desafíos al poder y al ejercicio de lo colectivo, con el ánimo de reclamar relaciones más horizontales. En los márgenes, en las pequeñas historias locales, en los barrios y en la ruralidad ya hay reclamos para volver a lo común. Ya hay fisuras. Ya hay revoluciones de los cuidados.
Lo insólito se incorpora a la vida, desde la apuesta por los comunes, y a las políticas culturales y económicas, las empieza a interpelar la imaginación otra. La política haciéndose. El poder constituyente, con su valor de ruptura y su necesario desbordamiento.
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En un breve paréntesis, se hace necesario explicar la importancia de dos grandes obras emblemáticas del pensamiento social latinoamericano, que representan dos modos disímiles del pasado y el futuro: Civilización y Barbarie y Nuestra América.
La primera fue escrita en 1845 por Domingo Faustino Sarmiento. En esta obra se hace un análisis del desarrollo político, económico y social en el sur de América, de su modernización, sus potencialidades y su diversidad cultural. A lo largo del texto se explora la dicotomía entre la civilización y la barbarie, como el principal conflicto en la cultura latinoamericana. Por su parte, Nuestra América fue publicada por José Martí en 1891. Allí, el poeta cubano realiza un análisis crítico de la situación histórica e invita a la formulación de propuestas creativas para el cambio social en América Latina. En la obra se refuta la tesis de “la barbarie”, la principal idea fuerza del ideario de Sarmiento, y Martí hace un llamado a la soberanía y a la unión urgente entre los pueblos latinoamericanos, para reapropiar y distinguir, además, el nombre América, de la América anglosajona. Considera que se hace necesario valorar la identidad cultural de los países latinoamericanos, como una forma de resistencia al imperialismo estadounidense y al colonialismo europeo que continúa viviendo en la república. Plantea que para tal cometido se debe conocer lo propio, las fuentes de riqueza, de producción y las necesidades de cada pueblo, pero también, invita a renunciar al gobierno con leyes, constituciones o sistemas políticos de países completamente diferentes, como las herencias de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, o los diecinueve siglos de monarquía en Francia.
Nuestra América y Civilización y Barbarie inspiran dos proyectos de futuro para América completamente disímiles. La segunda, como expresión dicotómica, contiene una visión homogeneizante, donde se anula, racializa y excluye a los pueblos originarios y mestizos, para hacer a América más moderna y civilizada. Es la expresión de una ontología dualista, donde se establece una relación jerárquica, donde se domina a lo otro y al otro. A esta invención dicotómica se le contrapone Nuestra América como proyecto de futuro, donde se invita a darle validez a lo ontológico y a la comprensión de un continente complejo que se debe defender contra “el tigre de afuera” a través de “los árboles”, es decir los pueblos que se sublevan y que se han de poner en fila, “para que no pase”.
Nuestra América es una irrupción existencial, epistémica y política para re-existir al imperio, a la colonia, a la racialización, al despojo y a la des-territorialización que se nos imponen. Martí invita a la unión de los pueblos latinoamericanos en defensa de sus intereses. Hace una defensa de los marginados, de los pueblos negros de América, “quienes en la noche cantan la música de su corazón” y les reconoce el derecho a ser tomados en cuenta por los gobiernos. Considera, además, que es necesario darle fin a la aldea colonial para comenzar un tiempo diferente con un pensamiento desde América. Para conseguirlo, los pueblos deben recurrir a distintas fórmulas y soluciones, que se han aplicado e impuesto desde el Euronorteamericanismo.